(Cuando escribo, me acompaño siempre de una música de fondo, que me va meciendo las ideas, mientras les doy tiempo a que sean dichas. Ésta es la banda sonora que escuchaba en esta ocasión).
Hace tiempo que vengo con ganas de escribir acerca de algo. Algo que, cuando cayó aquí adentro y lo respiré profundamente, me dije: aaaahhhhh!!! eso es, Alba, de eso va la vida. Me gustaría hacerlo con la mayor precisión posible (y consciencia, por supuesto) de la que soy capaz en estos momentos y darle los matices necesarios para que sea lo más claro.
Me cuestiono si lo que voy a decir pueda ser tan obvio, que no esté diciéndote nada nuevo a ti, que lo estás leyendo. Podría ser… Sea como sea, sí que percibo ese gusanillo en la boca del estómago que me impulsa a ponerme a escribir sobre ello.
Con los años, me he dado cuenta de que lo que más daño me hace o de la manera en la que más daño me hago a mí misma, es no queriendo vivir lo que estoy viviendo; cuando me resisto a ello, cuando me niego a aceptar y a respirar lo que es.
Darme cuenta del daño que me he hecho, resistiéndome en muchas ocasiones a aceptar la vida tal como estaba siendo, me conmueve. No me olvido de que en cada momento he hecho lo que he podido con lo que sabía o con lo que podía sostener. A veces el dolor me duele tanto que creo que no puedo soportarlo. A veces el miedo es tan grande que temo no poder atravesar la amenaza.
Ojalá! Tuviera un interruptor para que ese dolor o ese miedo desaparecieran y además sin consecuencias. Pero resulta que, afortunadamente (aunque me cueste verlo así), no tengo esa capacidad. Solo puedo resistirme a ello o dejar que suceda.
Y ahora ya sé que cuando me resisto a ello acabo sufriendo mucho más.
Dolerse es otra cosa muy distinta a sufrir. El dolor y la tristeza circulan si les abro el paso. El sufrimiento es la consecuencia de cerrárselo. La vida, y en este caso, aquello que siento, necesita expresarse, ser… y siempre, siempre empujará para ello.
El esfuerzo que hago para evitar lo que siento puede hacerme sufrir y mucho. La vida siempre gana, si lo vivo desde esa lucha.
Quiero compartir algo que me está ayudando a entrenarme en esto: A veces la relación que tengo con mi padre me resulta muy difícil.
Mi padre es como es y hace lo que hace y yo soy como soy y hago lo que hago. Yo puedo seguir peleándome con él, pretendiendo que deje de hacer eso y que sea de otra manera (hasta ahora y después de 50 años, no me ha funcionado), o puedo dejar que sea lo que es. ¿Y cómo puedo hacer eso?, pues dejando que me duela lo que me duele, dejándome sentir la frustración, la rabia y la tristeza que en ocasiones me generan relacionarme con él, y dejar de pelearme con ello (porque eso que siento es mío, más allá de él). En definitiva, ¿para qué quiero yo que mi padre sea diferente?, pues para que no me duela. Entonces, ¿qué tal si pruebo eso de “dejar que sea lo que es”, dejar que me duela y atravesarlo?, y tomar mis decisiones al respecto: protegerme, o no exponerme tanto, o hablarlo con él y decirle lo que siento. Pero solo voy a poder hacer algo si acepto lo que es y lo que a mí me pasa con ello. Y desde ahí y haciendo eso ya le estoy poniendo amor al asunto, a mí y a él. Y sí, las cosas empiezan a coger otro tono en mí, más suave, más relajado, con más corazón y, como consecuencia, también en mi relación con él.
Si sigo peleándome para que deje de dolerme, sufro. Si dejo que me duela y no me resisto, crezco.
Si, a veces la vida es “injusta”… Aunque cada vez estoy más convencida de que la vida es, sin ningún adjetivo. Soy yo y mi resistencia a aceptarla como es, quien la considera injusta. Dicho de un modo más preciso, ya que estoy con ello: soy yo, desde mi resistencia a lo que siento, quien considera injusta la vida.
Y ahora sé que sólo tengo dos opciones: o fluyo con la vida o me resisto a ella.
Y fluir, no es ponerle buena cara a todo, no! (eso sería falsearme). Fluir es permitir que circule la vida a través de mí, dejarle paso a lo que siento, sea lo que sea, sin oponerme a lo que soy y sin pelearme conmigo.
Y así, detrás de una cosa va viniendo otra y voy aprendiendo a bailar con la vida.
Y por supuesto que me sigo resistiendo, y pretendiendo muchas veces que los demás sean como yo quiero que sean y hagan lo que yo quiero que hagan, y me encuentro a menudo haciendo mil piruetas para evitar mi destino (o el que imagino). Ese es el mayor generador de ansiedad y de angustia, junto con negar lo que está ocurriendo, porque no me gusta, porque me duele, porque me asusta. Mucho esfuerzo estéril y mucha energía malgastada, si…
No puedo evitar mi vida, es una batalla perdida. Solo puedo negar aquello que otra parte de mí sabe que existe, y eso es innegable.
Cuando me decido a formar parte de la existencia, sin oponerme a ella y entregándome a mi propia experiencia, las cosas empiezan a cambiar. Es precioso comprobar que en la medida que puedo aceptar lo que me duele o me disgusta, puedo aceptar el amor en todas sus formas, o mejor dicho, me estoy abriendo al amor.
Dejar que eso que me está sucediendo, me suceda, es para mí el secreto (y me voy a atrever a decirlo…) de la felicidad. Abrirme a lo que soy y a lo que siento, al dolor y al placer, dejar paso a la alegría, a la ilusión, al miedo, a la tristeza, a la furia, a sentir amor y agradecimiento, a sentir celos, incertidumbre, satisfacción… etc. Es vivir plenamente mi existencia, y eso es lo que yo entiendo por felicidad. No puedo sentir la alegría si me estoy cerrando a sentir lo que me duele, únicamente podré hacerlo si me entrego a ser lo que soy en cada momento. Todo eso soy yo, de diferentes colores, con diferentes tonos y matices, pero siempre yo.
Aceptar aquello que siento y que soy no es resignarme, es liberarme.
Quiero añadir también como terapeuta, que esa actitud de “dejar que suceda” es, para mí, la verdadera actitud gestáltica y quizás la más difícil de alcanzar: dejar que el paciente sea lo que es, dejar que le pase lo que le pasa, sin pretender que sea otra cosa que eso e ir contagiándolo poco a poco de esa actitud de permiso para ser quién es.
Tengo comprobado que cuando estoy en ese lugar de no pretender nada más que estar presente, sin intentar, ni externa ni internamente, que nada de lo que le ocurre a la persona sea diferente de lo que es, tiene, como si de un cuentagotas se tratara, un efecto que ayuda a que él/ella vaya reconciliándose consigo mism@.
Me ayuda recordar que yo no estoy ahí para que esa persona cambie, sino para acompañarla en el proceso de acercarse a sí mism@ y vaya entrenándose en eso de “dejar que le suceda lo que le sucede” y esa, para mí, es la verdadera transformación: pasar de pelearse consigo mism@ a aceptar quién es y asumir sus propias responsabilidades.
Y eso, cómo ya vengo diciendo en otros escritos, solo puedo hacerlo en la medida que lo hago conmigo. Aquello que yo no pueda sostener aquí adentro, no voy a poderlo acompañar en el/la otr@; si yo no puedo dejar que suceda en mí, no voy a poder dejar que suceda en ti.
Como escuché una vez a Sergi Torres (para mí un maestro en este tema) : “Estar abierto a vivir lo que ocurra, aunque no lo entienda, aunque no me guste…, es sublime”.
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