Hace tiempo que le vengo dando vueltas al tema. He leído varios artículos al respecto y, sinceramente, la perspectiva desde la que se han escrito no me convence. Aquí quiero exponer la mía porque, para empezar, no es lo mismo “tener hijos” que “ser madre”.

Para situarnos voy a explicar mi experiencia con este asunto.

Soy hija única, mi madre tenía 41 años cuando me parió, bueno… me tuvo por cesárea. En esa época que no había ecografías ni amniocentesis, tener un hijo a los 41 comportaba muchos riesgos, todo y así, mi madre quería ser madre. En alguna ocasión me tuve que oír eso de “yo tuve un hijo para que me cuidara de mayor”.

Mi infancia transcurrió felizmente, sin altibajos. Debo reconocer que en algún momento hubiera preferido unos padres más jóvenes con los que hacer más cosas. Cuando iba a patinar sobre hielo, veía papás y mamás patinando de la mano con sus hijos, mi madre me saludaba desde el bar.

La adolescencia ya fue otro cantar. Me encontré que mis padres, aun viviendo bajo el mismo techo, hacían vidas separadas y eso me afectó enormemente. La historia duró muchísimos años, más de veinte, de hecho él siguió haciéndolo hasta que falleció hace poco. Estoy hablando de un padre relativamente ausente. Con lo de relativamente quiero decir que, aunque le veía cada día, no estaba disponible emocionalmente para mí. No fue hasta que me acerqué a mis 40 años, que empezamos a conectar, curiosamente después de mi proceso personal de terapia.

Con este escenario, con estos referentes paternos, mi concepto de familia estaba cogido con pinzas. Así que, enfrentarme a una posible maternidad se me hacía un mundo.

Con 32 años inicié una relación de pareja estable. Recuerdo perfectamente que cuando compré mi piso le dije a mi jefe, con el que tenía mucha confianza, “¡Andrés, ya tengo el nido!”. Lo dije desde el discurso aprendido que, si tienes cierta edad y una pareja estable, lo único que te falta es tener un hijo. En cambio, lo siguiente que hice fue pedir hora al ginecólogo para ponerme un DIU. Fui sola. El pobre médico estuvo media hora intentando convencerme de que lo lógico era que no me lo pusiera, él también me hablaba desde el mismo discurso que yo había utilizado para lo del “nido”. Le dije que no se preocupara que cuando decidiera ser madre iría a quitármelo pero que no era el momento.

Mi relación estable se convirtió en una montaña rusa, con continuas idas y venidas, y concluí que aquel tampoco era el mejor escenario para tener un hijo. Mi ex sí quería hijos, le encantaban los niños, pero siempre pensé que no estaba preparado para criar los propios. Y yo, menos.

Después de la previsible separación, inicié mi proceso de terapia Gestalt. Al principio fue toda una batería de reproches hacia mi ex por (según yo) cargarse la relación. Después, con el tiempo, descubrí que, en una ruptura de pareja, la responsabilidad está repartida entre los dos. Entonces llegó el pánico, con 36 años recién cumplidos ¿qué voy a hacer ahora? ¿Con quién voy a ser madre? ¿Cómo hago en tiempo récord para montar una familia?

La sensación de que se me acababa el tiempo era real, para mí el límite eran los 41 años, después de eso se acababa el mundo.

Y entonces llegó la puntilla. Yo ya tenía 39, conocí un hombre maravilloso, inteligente, ambicioso, culto, atractivo, parecía el perfecto padre para mis hijos, yo ya me veía haciendo trencitas a mi hija pequeña. Recuerdo que incluso se lo expliqué a mi madre (cosa que yo nunca hacía) “madre, lo encontré, es él”.

La primera vez que nos citamos me preguntó si quería tener hijos porque para él era primordial encontrar una madre para sus hijos, cuando le dije mi edad me soltó “eres demasiado mayor para ser madre” pero incluso con esa sentencia seguimos viéndonos, fueron días maravillosos, pocos, pero lo fueron hasta que un buen día se esfumó. Así, literal, desapareció de la faz de la tierra. Me quedé pensando que habría hecho yo, si la habría cagado en algo, si no era suficientemente buena para aquel hombre tan ambicioso.

Después de esta experiencia, claudiqué, abandoné toda idea sobre la maternidad.

Años después contactó conmigo y, tras una larga conversación, me confesó que se asustó, que lo vio tan claro como yo pero que le dio miedo y decidió desaparecer. Según él, hubo un malentendido porque no supo ver que los dos queríamos lo mismo. Le maldije, me pidió perdón y lloramos amargamente lo que podía haber sido y no fue.

Poco tiempo después de esa llamada, conocí a una compañera de trabajo que es terapeuta Grinberg y tras unas sesiones contacté con el dolor de no haber sido madre.

Ahora sé que el dolor no fue por la no-maternidad, si no por no haber formado una familia. Porque parir no es lo mismo que ser madre, hay mujeres que han parido hijos y no se ocupan de ellos o los maltratan. Porque si hubiera querido tener un hijo podía haber acudido a la fecundación in-vitro y no lo hice. Porque siempre procuré llevar mi DIU, no fuera que quedara embarazada, nunca se me ocurrió quitármelo por si acaso.

Mi decisión de no tener hijos fue por mi incapacidad de proporcionarle a la criatura un ambiente propicio para criarlo, tal y como yo creía que debía ser según mis creencias y mi experiencia.

Mi frustración, mi fracaso, era que si yo no podía ser responsable de mí misma ¿cómo iba a hacerme responsable de una criatura?

Esa era la base de mi trabajo, de mi proceso de terapia, hacerme responsable de mí, encontrar el autoapoyo.

En un ejercicio de responsabilidad, sin ser consciente de ello, decidí no tener hijos si no existían las condiciones necesarias para su desarrollo. Nunca me planteé ser madre soltera, para mí, lo imprescindible era que una criatura debía tener una familia que lo sostuviera tal y como se merece un niño, sin tener que soportar las neuras de sus progenitores, o sus inseguridades, o su precariedad emocional.

Ahora, con el tiempo y la distancia, ya no me fustigo. Acabo de cumplir 47 años. Hace poco alguien me dijo “hubieras sido una buena madre” y yo pude contestar, sin dolor, “si, ahora lo hubiera sido”.

Si has llegado hasta aquí te lo agradezco y quiero compartir contigo mi reflexión después de este culebrón.

Tal vez no haya sido madre, pero si soy hija y como terapeuta me he encontrado muchas veces con las heridas de infancia de mis pacientes que provenían de la relación con sus padres.

Ya sabemos que los niños no vienen con un libro de instrucciones bajo el brazo y que pueden llegar a sacar lo peor de ti. Hay que estar muy equilibrado para lidiar con noches de insomnio, enfermedades y sustos, así que, si una decide no enfrentarse a eso o no se ve preparada, es más sano poder reconocerlo y dejarse tranquila, como dice la canción, “Y lo que opinen los demás está de más”.

Si dudas, entonces siempre puedes iniciar un proceso de terapia para discernir que es lo que realmente quieres hacer. Poder diferenciar lo que es tuyo de lo que has “heredado” te ayudará a conocer tus verdaderas motivaciones para ser o no ser madre.